viernes, 22 de marzo de 2013

La lotería, Shirley Jackson


La lotería, Shirley Jackson


La mañana del veintisiete de junio era clara y soleada, con un agradable calor de un día pleno de verano. Muchas plantas florecían por doquier y el pasto era abundante y de un verde intenso. Alrededor de las diez, los lugareños empezaron a reunirse en la plaza del pueblo que estaba entre la oficina de correos y el banco. 
En algunos pueblos habitados por demasiada gente, la Lotería tomaba dos días y tenían que empezarla el veintiséis de junio; pero en esta aldea, la Lotería tomaba menos de dos horas porque únicamente había trescientas personas, así que podían empezar a las diez en punto de la mañana y, aún así, les daba tiempo a los habitantes de poder ir a sus casas a comer.
Por supuesto, los niños fueron los primeros en reunirse. Acababan de salir de vacaciones y a la mayoría le inquietaba sentir esa libertad de estar sin hacer nada. Se juntaban en silencio y, por unos momentos, antes de romper en bulliciosos juegos, platicaban de lo que pasaba en el salón, del maestro, de libros y de castigos recibidos. Bobby Martin ya había llenado sus bolsillos de piedras y los otros niños hicieron lo mismo, con las más lisas y redondas. Bobby, Harry Jones y Dicke Delacroix (a los pueblerinos no les importaba pronunciarlo bien, así que decían Dilacrois) finalmente hicieron una gran pila de piedras en una de las esquinas de la plaza y cuidaron que los otros niños no las agarraran.
Las niñas se mantenían alejadas de los muchachos, hablando entre ellas, viéndolos de reojo de vez en cuando. Los más pequeñitos jugaban en el suelo o se agarraban de la mano de sus hermanos mayores.
Los hombres pronto empezaron a juntarse y mientras les echaban un ojo a sus hijos, hablaban de las siembras, las cosechas, la lluvia, los tractores y los impuestos. Estaban un poco retirados de la pila de piedras y, de cuando en cuando, hacían bromas sin chiste, por lo que en vez de carcajearse, sonreían.


Las mujeres, con sus vestidos y suéteres descoloridos, llegaron un poco después que sus maridos. Al mismo tiempo que se saludaron una a una e intercambiaban algunos chismes, se reunieron con sus esposos.
Una vez a su lado, empezaron a buscar a sus niños, quienes, después de ser llamados varias veces, llegaron de mala gana. Bobby Martin se escabulló de la mano de su mamá y, sonriendo alegremente, corrió hacia las pilas de piedras. Su papá le llamó la atención y Bobby regresó rápidamente; se acomodó entre él y su hermano mayor.
La Lotería era uno más de los eventos que se celebraban en el pueblo; como el club de adolescentes, los bailes y el Halloween. Era dirigida por el señor Summers, quien tenía tiempo y energías para organizar otras actividades sociales y oficiales.
Era un hombre jovial, de cara redonda, que se dedicaba al negocio del carbón. El pueblo sentía lástima por él porque no tenía hijos y, además, porque su esposa era una refunfuñona.
Al momento en que llegaba a la plaza llevando una caja negra de madera, se empezaron a escuchar murmullos entre los pueblerinos, por lo que éste alzó la mano para saludar y después dijo: “Compañeros, ya se nos hizo un poco tarde hoy”. El administrador de la oficina de correos, el señor Graves, lo siguió, llevando consigo un banquillo de tres patas que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual el señor Summers puso la caja negra. Los aldeanos se mantuvieron a distancia del banquillo, y cuando preguntó:
—Amigos, ¿quiere alguien echarme una mano? —Hubo un gran titubeo entre los presentes, hasta que dos hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se aproximaron para sostener la urna firmemente.
La forma original de celebrar la Lotería se había perdido mucho tiempo atrás; la caja negra que estaba sobre el banquillo se usó por primera vez mucho antes de que naciera el abuelo Warner, el más anciano del pueblo.
El señor Summers con frecuencia hablaba con los habitantes para cambiar la caja por una nueva, pero a ninguno le parecía la idea, porque temían que un cambio alterara algo, ya que les gustaba hacer todo como siempre se había hecho. Según una historia, la caja fue elaborada con restos de la anterior; esta última fue una de las primeras cosas que los fundadores del pueblo hicieron al asentarse ahí. Cada año, al concluir la Lotería, el señor Summers hablaba de cambiar la caja por una nueva; pero conforme pasaban los días, el tema terminaba por desvanecerse sin que se llegara a algún acuerdo. La caja se iba desgastando poco a poco con el pasar de los años; en algunas partes ya había perdido el color; estaba astillada de un lado, donde se veía el tono original de la madera, y de otros lados estaba descolorida o manchada.
El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sostuvieron fijamente la caja sobre el banquillo hasta que el señor Summers terminó de revolver bien las papeletas. En vista de que muchas partes del ritual se habían olvidado, el señor Summers logró que los pedazos de madera utilizados por generaciones se sustituyeran por papeletas.
Les explicó que los pedazos de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población ascendía a más de trescientos y que tendía a seguir creciendo, era necesario usar algo que cupiera más fácilmente en la caja.
Una noche anterior a la Lotería, los señores Summers y Graves hicieron las papeletas y las depositaron en la caja, que pusieron bajo llave en la bóveda de seguridad de la compañía de carbón del primero, hasta que éste estuviera listo para llevarla a la plaza a la mañana siguiente.
Los preparativos para la Lotería eran muy meticulosos. Era necesario hacer listas de los jefes de las casas, de los jefes de familia en cada una de esas casas y de los respectivos miembros de cada grupo.
El nombramiento del señor Summers como oficial de la Lotería fue hecho por el administrador de correos. La gente recuerda que tiempo atrás se hacía un tipo de recital o ceremonia, dirigido por el oficial de la Lotería, en el cual se entonaba mecánicamente y a la ligera un sonsonete. Algunos creían que cuando el oficial hablaba o cantaba, tenía que pararse adoptando una pose especial; otros, que debía caminar entre la gente; pero con el pasar de los años, esta parte se suprimió por acuerdo general. Había también una forma de saludo que el oficial tenía que hacer al momento en que las personas se acercaban a la caja para tomar su papeleta. Pero el saludo también había sido suprimido de la forma anterior; ahora sólo era necesario que el oficial cruzara unas cuantas palabras con cada aldeano, y en esto el actual oficial era muy bueno. Con su camisa blanca y pantalón azul, el señor Summers se veía muy correcto con la mano apoyada en la caja mientras sostenía una interminable conversación con el señor Graves y los Martin.
Al instante que terminó de hablar y se volteó para ver a la audiencia, vio que por el camino que daba a la plaza llegaba la señora Hutchinson con el suéter en los hombros; tratando de pasar inadvertida, se situó en la parte de atrás del grupo.
—Te juro que se me olvidó qué día era hoy —dijo dirigiéndose a la señora Delacroix, quien estaba a su lado, y ambas se rieron quedito, tratando de no hacer ruido. —Pensé que mi viejo estaba allá atrás acomodando leña, pero vi por la ventana que los chamacos no estaban y entonces recordé que hoy era veintisiete y vine corriendo. —Se empezó a secar las manos con su delantal, entonces la señora Delacroix le respondió—: Como sea, llegaste a tiempo. Todavía están allá, hablando.
La señora Hutchinson estiró el cuello para ver a través de la multitud y distinguió a su esposo y a sus niños parados al frente. Le dio unos golpecitos en los brazos a la señora Delacroix como señal de despedida y se abrió paso entre los presentes. Todos se hacían a un lado para dejarla avanzar, dos o tres gritaron lo suficientemente fuerte para que fueran oídos por los demás:
—¡Ya viene tu doña, Hutchinson! —y— ¡Bill, por fin llegó! En ese instante se reunió con su esposo y el señor Summers, quien animadamente le comentó: —Pensé que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
—Ésta, sonriendo irónicamente, le contestó—: No me ibas a permitir que dejara los trastes sucios, ¿a qué no, Joe? —Una risa suave se dejó oír entre los concurrentes al mismo tiempo que se volvían a acomodar.
—Bueno… ahora —profirió el señor Summers con expresión serena—no nos queda otra que empezar esto para terminar lo más pronto posible y que podamos regresar al trabajo. ¿Falta alguien?
—Dunbar —dijeron todos—. Dunbar, Dunbar.
El señor Summers consultó su lista. —Clyde Dunbar.
Es cierto, se quebró la pierna ¿verdad? ¿Quién va a sacar por él?
—Creo que yo —le informó una mujer, y el señor Summers se volteó para mirarla y expuso—. La esposa saca por el esposo. ¿No tienes un hijo ya grande que saque por ti, Janey? —cuestionó.
Aunque todos los pueblerinos sabían muy bien las respuestas, era responsabilidad del oficial hacer formalmente estas preguntas. Muy atento y gentil, esperó a que ella respondiera.
—Horace apenas tiene dieciséis; así que creo que este año voy a sacar por el viejo.
—Bien, dijo el señor Summers.
Anotó algo en la lista y preguntó:
—¿Va a participar el joven Watson esta vez?
Un muchacho alto levantó la mano entre la multitud.
—Aquí estoy. Saco número por mi mamá y por mí.
Parpadeó varias veces mientras la gente decía "Es un buen hijo", "Qué bueno que su madre tiene un hombre que la represente".
—Bueno, creo que estamos todos. ¡Ah! ¿Y el viejo Warner?
—Aquí estoy.
El señor Summers asintió, se aclaró la garganta y miró la lista.
Un súbito silencio reinó entre los pobladores.
—¿Listos? Voy a nombrar primero a los jefes de familia, se van acercando a tomar un papel de la caja, lo doblan sin mirarlo y lo sostienen en la mano hasta que todos hayan pasado, ¿está claro?
Los habitantes habían hecho esto tantas veces que sólo escuchaban por escuchar; la mayoría permanecían callados, muchos de ellos se mojaban los labios, pero nadie miraba a su alrededor. El señor Summers levantó una mano y mencionó un nombre:
—Adams... —Un hombre se apartó del grupo y se encaminó hacia la caja.
—Qué tal, Steve...
—Qué hay, Joe...
Los dos se sonrieron nerviosa y solemnemente. El señor Adams se acercó a la caja, sacó una papeleta, la sostuvo de uno de los lados y dándose la vuelta regresó rápido al grupo donde permaneció un poco retirado de su familia sin mirar su mano.
—Allen... Anderson... Bentham…
—Parece como si no pasara el tiempo entre una y otra Lotería —le señaló en la fila de atrás la señora Delacroix a la señora Graves.
—Parece como si la última Lotería hubiera sido la semana pasada.
—El tiempo pasa muy rápido —asintió la señora Graves.
—Clark, Delacroix...
—Allá va mi viejo —indicó la señora Delacroix, quien sostuvo la respiración mientras su esposo pasaba al frente.
—Dunbar....
La señora Dunbar se dirigió tranquila hacia la caja mientras que una de las mujeres decía:
—Vamos, Janey —y otra añadía—: Allá va...
—Vamos nosotros —declaró la señora Graves y miró cómo su esposo, con expresión solemne, rodeaba la caja para saludar al señor Summers y sacar una papeleta.
Los hombres les daban vueltas a las papeletas que tenían en sus grandes manos una y otra vez, nerviosamente.
La señora Dunbar, quien sostenía su papeleta, permanecía junto a sus hijos.
—Harburt... Hutchinson...
—¡Ándale Bill, te toca!... —apuntó Tessie, y los que estaban cerca de ella se rieron.
—Jones...
—Se dice... —el señor Adams se dirigió al abuelo Warner, quien estaba a su lado— que allá, en la aldea del norte, están considerando dejar de hacer la Lotería.
—Bola de bobos —refunfuñó el abuelo—. Nada les parece lo suficientemente bueno a los jóvenes. En vez de progresar, quieren regresar a vivir como salvajes a las cuevas y que nadie vuelva a cultivar más la tierra; me gustaría que trataran de vivir así por un tiempo. Un dicho decía: “Haz la Lotería en junio y tendrás buenas cosechas en julio”. Lo más trascendente de esto es que si no se hiciera, comeríamos estofado de maleza y bellotas. Siempre se ha hecho la Lotería —expresó con petulancia. —Ya tengo suficiente con ver al joven Joe Summers bromeando con todos.
—Algunos pueblos ya han quitado la Lotería. —Enumeró la señora Adams.
—No se acarrearán más que problemas —asentó enérgico el abuelo Warner—. Bola de tontos…
—Martin... —Bobby Martin miró a su papá ir hacia el frente.
—Overdyke... Percy...
—Me gustaría que se apuraran —le manifestó la señora Dunbar a su hijo más grande—. De verdad que me gustaría que se apuraran —insistió.
—Ya casi terminan —observó su hijo.
—Prepárate para ir rápido a decirle a tu papá.
El señor Summers pronunció su propio nombre, caminó hacia la caja y tomó una papeleta. Después llamó al abuelo Warner.
—He estado setenta y siete años en la Lotería —repuso éste, al mismo tiempo que avanzaba entre la muchedumbre—. Setenta y siete veces...
—Watson... —El joven alto se abrió paso torpemente entre los ahí congregados.
Alguien le dijo:
—Tranquilo, no te pongas nervioso, Jack —y el señor Summers lo confortó:
—Tómate tu tiempo, hijo.
—Zanini...
Acto seguido se hizo una larga y silenciosa espera que se prolongó hasta que el señor Summers, levantando el brazo papeleta en mano, les indicó: —Muy bien, compañeros.
—Todos se quedaron quietos por un momento y después comenzaron a desdoblar sus papeletas.
De repente, todas las mujeres empezaron a hablar al mismo tiempo diciendo: —¿Quién es? ¿Quién? ¿Los Dunbar? ¿Los Watson? —enseguida se escucharon varias voces:
—Son los Hutchinsons. Es Bill, Bill Hutchinson.
—Corre a decirle a tu papá —le exclamó la señora Dunbar a su hijo mayor.
La gente empezó a buscar con la mirada a los Hutchinsons. Bill, parado donde estaba, observaba en silencio la mano donde tenía la papeleta.
Tessie le alegó al señor Summers: —¡No le diste el suficiente tiempo para tomar la papeleta que él quería, yo lo vi, no es justo!
—Sé una buena perdedora, Tessie —profirió la señora Delacroix.
La señora Graves añadió—: Cada uno de nosotros corre el mismo riesgo.
—Cállate, Tessie —le ordenó el señor Hutchinson.
Creo que... —apuntó el señor Summers— hasta ahora vamos bien, así que hay que apurarse para terminar a tiempo. Consultó su siguiente lista y especificó:
—Bill, tú sacas por tu familia. ¿Tienes más familiares —preguntó.
—¡Están Don y Eva! —exclamó la señora Hutchinson—. ¡Hazlos que saquen también!
—Las hijas sacan con las familias de sus esposos —repuso en tono amable el señor Summers. Lo sabes muy bien.
—No fue justo —insistió Tessie.
—Creo que no tengo más familiares que participen con nosotros, Joe —recalcó Bill muy conmovido. Mi hija saca con la familia de su esposo, eso es lo único bueno. No quedan más que mis niños.
—Muy bien, Bill, tú eres al mismo tiempo el jefe de tu casa y de tu familia; por lo tanto, tú eres el que saca por ellos, ¿no es así? —interrogó el señor Summers.
—Así es —acordó Bill.
—¿Cuántos hijos tienes contigo? —continuó Summers.
—Tres: Bill junior, Nancy y el pequeño David. Y Tessie y yo.
—Bien. Harry, ¿ya te regresaron las papeletas?
El señor Graves asintió con la cabeza y le mostró las papeletas al oficial.
—Ponlas en la caja —ordenó éste—Pon también la de Bill.
Creo que deberíamos volver a empezar— balbuceó Tessie lo más tranquila que pudo—. Te dije que no era era justo. No le diste tiempo suficiente para escoger. Todo mundo lo vio.
El señor Graves tomó las cinco papeletas y las puso en la caja, tiró el resto al suelo; el viento las levantó alejándolas del lugar.
—¡Escuchen todos! —se dirigió Tessie a los que estaban a su alrededor.
—¿Listo, Bill? —preguntó el señor Summers, y Bill, después de lanzar una mirada rápida a su esposa y a sus hijos, asintió con la cabeza.
—Guarden la papeleta doblada sin mirarla hasta que cada uno haya pasado. Harry, ayúdale al pequeño Dave —el señor Graves tomó la mano del niño, quien de buena gana se dejó conducir hasta la caja.
—Saca una papeleta de la caja, Dave —indicó el señor Summers. El pequeñito sonreía al momento de poner una mano en la caja—. Toma una solamente, repitió el señor Summers.
—Harry, sostenla.
El señor Graves le quitó al pequeño Dave la papeleta de su puñito cerrado, mientras que el niño lo miraba interrogante.
—Nancy es la siguiente —apuntó el señor Summers.
Nancy tenía doce años, sus amigos de la escuela respiraron hondo cuando se acercó a la caja zigzagueando con timidez su falda y tomó delicadamente una papeleta de la caja.
—Bill junior... —Nombró el señor Summers, y el sonrosado Bill de pies grandes casi tira la caja al momento de tomar la papeleta.
—Tessie —mencionó el señor Summers. Tessie titubeó por un instante mirando a su alrededor de manera desafiante, después apretó los labios y fue directo hacia la caja, agarró bruscamente una papeleta y la escondió atrás de ella.
—Bill... —señaló el señor Summers, y Bill se acercó a la caja, la acarició, metió la mano y buscó dentro de ella, finalmente sacó una papeleta.
La gente guardaba silencio, de repente una muchacha susurró:
—Espero que no sea Nancy —y el mismo susurro se dejó oír por todos lados.
—No es como solía hacerse antes —pronunció terminante el abuelo Warner—. La gente ya no es como era antes.
—Muy bien... —instruyó el señor Summers—. Abran las papeletas. Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló la papeleta, se la mostró a los presentes, y en ese momento todos respiraron aliviados al ver que estaba en blanco. Nancy y Bill chico abrieron las de ellos al mismo tiempo tiempo y con una sonrisa radiante se voltearon con sus papeletas en alto.
—Tessie...
Hubo una pausa... después el señor Summers miró a Bill, quien desdobló su papeleta y levantó la mano para que la gente la viera.
También ésta estaba en blanco.
—Es Tessie —anunció en voz baja el señor Summers.
—Muéstranos su papel, Bill. —Éste fue hacia su esposa y forzó su mano para quitarle la papeleta, la cual efectivamente tenía una mancha negra que el señor Summers había hecho la noche anterior con un lápiz de punto grueso, en la compañía de carbón. Bill se la enseñó a la multitud, inmediatamente se escuchó un ¡ah! entre la gente.
—Muy bien, compañeros —informó el señor Summers—, vamos a darnos prisa, para terminar con esto de una buena vez.
Aunque los pobladores habían olvidado el ritual y también habían perdido la caja original, todavía recordaban cómo usar las piedras. Las pilas de piedra, que los niños acumularon no hacía mucho, ya estaban listas. Había piedras en el suelo, entre papeletas que el viento tiraba. La señora Delacroix agarró una piedra tan grande que tuvo que sostenerla con ambas manos y se volteó hacia la señora Dunbar para decirle:
—Vamos, apúrate.
La señora Dunbar con piedras pequeñas en las manos, expresó sofocada:
—No puedo correr, adelántate, yo te alcanzo después.
Los niños ya tenían sus piedras, alguien le dio al pequeño Dave algunas piedritas. Cuando los pobladores se abalanzaron sobre Tessie, ésta ya se encontraba desesperada en el centro de un área despejada con los brazos extendidos en señal de impotencia.
—¡No es justo! —exclamó. Una piedra le dio en la cabeza. El abuelo Warner manifestó: —Vamos, vamos todos.
Steve Adams y la señora Graves, quien estaba a su lado, se encontraban en la parte de enfrente de los ahí reunidos.
—¡No es justo, no estoy de acuerdo! —gritó Tessie Hutchinson, y todos se abalanzaron sobre ella.

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