jueves, 2 de mayo de 2013

Javier Tomeo - El reencuentro


Cuando la atmósfera familiar se hizo irrespirable me escapé de casa y durante algunos años estuve recorriendo el mundo y olvidando mi verdadera identidad en insensatas aventuras. 
Hace un año, agotada ya toda la pirotecnia juvenil, decidí regresar al hogar para postrarme a los pies de mi anciano padre. Fue un reencuentro emocionante. Reconocí su voz de bajo profundo y me pareció que conservaba toda su riqueza tímbrica, pero advertí que pronunciaba las erres de un modo distinto, al estilo francés, como si tuviese algún defecto congénito en las cuerdas vocales que yo, sin embargo, no podía recordar. 
Soltó unas cuantas lágrimas que se sorbió luego con la punta de la lengua, en un rapidísimo movimiento reflejo que yo tampoco le recordaba, y me confesó que durante los últimos años su miopía se había agudizado notablemente, hasta el punto de que ni siquiera con la ayuda de los más gruesos cristales era capaz de leer los titulares de los periódicos. 
-De hecho -me confesó-, me paso los días encerrado entre estas cuatro paredes, sentado junto a la ventana, sin poder distinguir las fachadas de las casas de enfrente. 
-Padre querido -le dije-. También mi miopía ha empeorado durante estos últimos años, pero te juro que no ha sido eso lo que me ha hecho regresar. Abandoné esta casa con la vana pretensión de conquistarlo todo y hoy regreso decepcionado de lo que he visto por esos mundos de Dios. 
-Seguro que has sufrido mucho -suspiró, desde lo profundo de su silencio-. Eso se nota incluso en tu voz, que también parece distinta. 
Me senté a su lado y, con prisas (como tratando de recuperar el tiempo perdido), empezamos a trazar planes para el futuro. 
Me dijo que pensaba recuperar su negocio (que había arrendado algunos meses antes a unos parientes lejanos, de los que no había oído hablar nunca), y que sería yo, su amado hijo pródigo, el encargado de darle nuevos impulsos. 
-No será tarea fácil –me advirtió-, porque durante estos últimos años han cambiado las cosas. Los fumadores se han acostumbrado a los cigarrillos hechos y apenas compran papel de fumar. 
Se dolió de que, prácticamente hubiesen desaparecido ya todos aquellos fumadores de otros tiempos, capaces de pasarse diez minutos liándose un cigarrillo. 
-Tienes razón -reconocí-. Aquellos litúrgicos fumadores de antaño desaparecieron. La gente fuma ahora de un modo espasmódico. Sólo los más jóvenes recurren de vez en cuando al papel de fumar para liarse alguno de esos cigarrillos especiales. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con tu negocio? 
-¿Cómo? -se extrañó mi padre-. ¿Has olvidado acaso nuestra pequeña fábrica de papel de fumar? 
-Claro que no -le mentí, preocupado por mi falta de memoria. 
Lo cierto es que cuando abandoné mi hogar, mi padre regentaba un pequeño taller de relojería, en el que trabajaban además otras dos personas. En aquel momento, sin embargo, preferí no hacerle preguntas al respecto. Fui a la cocina, puse la cafetera en el fuego y cinco minutos después regresé al comedor con una taza de café humeante. 
-Por lo menos –le dije, echando en la taza tres terrones de azúcar-, no he olvidado que te gusta el café bastante dulce. 
-Nada menos cierto -replicó mi padre-, Siempre lo he preferido amargo, ¿También te 
has olvidado de eso? 
Rechazó la taza que le ofrecía y volvió a hablarme de su fábrica de papel de fumar. Apuntó la posibilidad de venderla para montar otro negocio más acorde con los nuevos tiempos. Yo seguí sentado a su lado, tratando inútilmente de recoger en el aire de la habitación algún perfume que me resultase familiar. Mientras daban las cinco de la tarde en el reloj de pared sonó con insistencia el timbre de la puerta. 
-Esa es Matilde, la enfermera –anunció mi padre-. Seguro que te acuerdas de ella. Hace veinte años que viene cada día a esta casa. 
Distinguí en el centro de la estancia la silueta de una mujer vestida de blanco que esparcía a su alrededor un fuerte olor a alcanfor. 
-Mi hijo ha vuelto –insistió mi padre, como si no hubiese oído a la enfermera-, y hoy, por fin, mi vida vuelve a tener sentido. 
Comprendí en ese instante que aquel anciano no era mi padre y que, seguramente, me había equivocado de piso. Me dije que tal vez en aquel inmueble vivían otros padres miopes que, desde hacía años, aguardaban también el regreso de otros hijos miopes. 
Supe luego que mi verdadero padre, que vivía precisamente en el piso de abajo, había fallecido tres años antes susurrando mi nombre. No quise, sin embargo, renunciar al padre que me brindaba el destino y continué en mi nuevo hogar pese a la sorda oposición de la enfermera. Aquella mujer, por suerte, falleció hace un par de meses, antes de que pudiese convencer a su paciente de que yo no era el hijo que había estado esperando durante tantos años.

viernes, 5 de abril de 2013

Pere Calders - Invasión sutil

En el Hostal Punta Marina, de Tossa, conocí a un japonés desconcertante, que no se parecía en ningún aspecto a la idea que yo tenía formada de esa clase de orientales.

A la hora de cenar, se sentó en mi mesa, después de pedirme permiso sin apenas ceremonias. Me llamó la atención el hecho de que no tenía los ojos oblicuos ni la piel amarillenta. Por el contrario: en cuestión de color tiraba a mejillas sonrosadas y a pelo rubio.

Yo tenía curiosidad por ver qué platos pediría. Confieso que se trataba de una actitud pueril, con la esperanza de que encargase platos poco corrientes o combinaciones exóticas. El caso es que me sorprendió que se hiciera servir ensalada —“con mucha cebolla”, dijo—, callos, mollejas a la brasa y almendras tostadas. Para terminar, café, una copa de coñac y una breva.

Me había imaginado que el japonés comería con una pulcritud exagerada, irritante incluso, pinchando los alimentos como si de delicadas piezas de relojería se tratara. Pero no fue así en absoluto: el hombre manejaba el cuchillo y tenedor con una gran destreza, y masticaba con la boca llena sin complicaciones estéticas. A mí, de verdad, me echaba por tierra todas mis hipótesis previas.

Por otra parte, hablaba catalán como cualquiera de nosotros, sin una sombra de acento extranjero. Eso no resultaba tan extraño, si se considera que esta gente es muy estudiosa y lista en grado sumo. Pero a mí me hacía sentir inferior, porque no sé ni una pizca de japonés. Es curioso constatar que el toque extranjero a la entrevista lo ponía yo, al condicionar toda mi actuación —gestos, palabras, inicios de conversaciones—, al hecho de que mi interlocutor era japonés. Él, en cambio, se mostraba fresco como una rosa.

Creía yo que aquel hombre debía de ser representante o vendedor de aparatos fotográficos, o de transistores. Quizás de perlas cultivadas... Probé todos aquellos temas y él los fue negando con un amplio movimiento del brazo. “Vendo santos de Olot”, dijo. “¿Aún hay mercado?", le pregunté. Y me dijo que sí, que iba de capa caída pero que él se defendía. Hacía la zona sur de la Península, y afirmó que, nada más tenía un descanso o venían dos fiestas seguidas, a casa de vuelta sin pensarlo...

—¡Como en casa nada! —insistió con un aire de satisfacción.
—¿Vive Vd. en nuestro país?
—¿Y esa pregunta? ¿Dónde quiere que viva?

Sí, está claro, son trotamundos y se logran meter por todos los sitios. Me lo volví a mirar y juro que ningún detalle, ni en la ropa ni en la figura, delataba su procedencia japonesa. Incluso llevaba un escudo del Fútbol Club Barcelona en la solapa.

En resumidas cuentas, todo resultaba muy sospechoso, y la cabeza me daba vueltas. Mi mujer se había hecho servir la cena en la habitación, porque no se encontraba muy católica; le conté la aventura, adornando el relato con mis aprensiones: en el mejor de los casos, se trataba de un espía.

Poe - La caída de la casa Usher

Son coeur est un luth suspendu;
Sitôt qu' on le touche, il résonne.

-De Béranger
 
Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del país -una carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque.
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso- eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. "Moriré -dijo-, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otro modo me perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta lamentable condición, siento que tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo."
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. "Su muerte -decía con una amargura que nunca podré olvidar- hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.
La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:
En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguíase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas
sobre cosa tan bella.
 
Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.
 
Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.
 
Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.
 
Mas criaturas malignas invadieron,
vestidas de tristeza, aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecía entre rubores,
es sólo una olvidada historia
sepulta en viejos tiempos.
 
Y los viajeros, desde el valle,
por las ventanas ahora rojas,
ven vastas formas que se mueven
en fantasmales discordancias,
mientras, cual espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda multitud que ríe...
pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba.
-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento-. Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:
"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma."
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquí, conquistador será;
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta entonces."
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor."
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando -como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.

viernes, 22 de marzo de 2013

La lotería, Shirley Jackson


La lotería, Shirley Jackson


La mañana del veintisiete de junio era clara y soleada, con un agradable calor de un día pleno de verano. Muchas plantas florecían por doquier y el pasto era abundante y de un verde intenso. Alrededor de las diez, los lugareños empezaron a reunirse en la plaza del pueblo que estaba entre la oficina de correos y el banco. 
En algunos pueblos habitados por demasiada gente, la Lotería tomaba dos días y tenían que empezarla el veintiséis de junio; pero en esta aldea, la Lotería tomaba menos de dos horas porque únicamente había trescientas personas, así que podían empezar a las diez en punto de la mañana y, aún así, les daba tiempo a los habitantes de poder ir a sus casas a comer.
Por supuesto, los niños fueron los primeros en reunirse. Acababan de salir de vacaciones y a la mayoría le inquietaba sentir esa libertad de estar sin hacer nada. Se juntaban en silencio y, por unos momentos, antes de romper en bulliciosos juegos, platicaban de lo que pasaba en el salón, del maestro, de libros y de castigos recibidos. Bobby Martin ya había llenado sus bolsillos de piedras y los otros niños hicieron lo mismo, con las más lisas y redondas. Bobby, Harry Jones y Dicke Delacroix (a los pueblerinos no les importaba pronunciarlo bien, así que decían Dilacrois) finalmente hicieron una gran pila de piedras en una de las esquinas de la plaza y cuidaron que los otros niños no las agarraran.
Las niñas se mantenían alejadas de los muchachos, hablando entre ellas, viéndolos de reojo de vez en cuando. Los más pequeñitos jugaban en el suelo o se agarraban de la mano de sus hermanos mayores.
Los hombres pronto empezaron a juntarse y mientras les echaban un ojo a sus hijos, hablaban de las siembras, las cosechas, la lluvia, los tractores y los impuestos. Estaban un poco retirados de la pila de piedras y, de cuando en cuando, hacían bromas sin chiste, por lo que en vez de carcajearse, sonreían.


Las mujeres, con sus vestidos y suéteres descoloridos, llegaron un poco después que sus maridos. Al mismo tiempo que se saludaron una a una e intercambiaban algunos chismes, se reunieron con sus esposos.
Una vez a su lado, empezaron a buscar a sus niños, quienes, después de ser llamados varias veces, llegaron de mala gana. Bobby Martin se escabulló de la mano de su mamá y, sonriendo alegremente, corrió hacia las pilas de piedras. Su papá le llamó la atención y Bobby regresó rápidamente; se acomodó entre él y su hermano mayor.
La Lotería era uno más de los eventos que se celebraban en el pueblo; como el club de adolescentes, los bailes y el Halloween. Era dirigida por el señor Summers, quien tenía tiempo y energías para organizar otras actividades sociales y oficiales.
Era un hombre jovial, de cara redonda, que se dedicaba al negocio del carbón. El pueblo sentía lástima por él porque no tenía hijos y, además, porque su esposa era una refunfuñona.
Al momento en que llegaba a la plaza llevando una caja negra de madera, se empezaron a escuchar murmullos entre los pueblerinos, por lo que éste alzó la mano para saludar y después dijo: “Compañeros, ya se nos hizo un poco tarde hoy”. El administrador de la oficina de correos, el señor Graves, lo siguió, llevando consigo un banquillo de tres patas que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual el señor Summers puso la caja negra. Los aldeanos se mantuvieron a distancia del banquillo, y cuando preguntó:
—Amigos, ¿quiere alguien echarme una mano? —Hubo un gran titubeo entre los presentes, hasta que dos hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se aproximaron para sostener la urna firmemente.
La forma original de celebrar la Lotería se había perdido mucho tiempo atrás; la caja negra que estaba sobre el banquillo se usó por primera vez mucho antes de que naciera el abuelo Warner, el más anciano del pueblo.
El señor Summers con frecuencia hablaba con los habitantes para cambiar la caja por una nueva, pero a ninguno le parecía la idea, porque temían que un cambio alterara algo, ya que les gustaba hacer todo como siempre se había hecho. Según una historia, la caja fue elaborada con restos de la anterior; esta última fue una de las primeras cosas que los fundadores del pueblo hicieron al asentarse ahí. Cada año, al concluir la Lotería, el señor Summers hablaba de cambiar la caja por una nueva; pero conforme pasaban los días, el tema terminaba por desvanecerse sin que se llegara a algún acuerdo. La caja se iba desgastando poco a poco con el pasar de los años; en algunas partes ya había perdido el color; estaba astillada de un lado, donde se veía el tono original de la madera, y de otros lados estaba descolorida o manchada.
El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sostuvieron fijamente la caja sobre el banquillo hasta que el señor Summers terminó de revolver bien las papeletas. En vista de que muchas partes del ritual se habían olvidado, el señor Summers logró que los pedazos de madera utilizados por generaciones se sustituyeran por papeletas.
Les explicó que los pedazos de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población ascendía a más de trescientos y que tendía a seguir creciendo, era necesario usar algo que cupiera más fácilmente en la caja.
Una noche anterior a la Lotería, los señores Summers y Graves hicieron las papeletas y las depositaron en la caja, que pusieron bajo llave en la bóveda de seguridad de la compañía de carbón del primero, hasta que éste estuviera listo para llevarla a la plaza a la mañana siguiente.
Los preparativos para la Lotería eran muy meticulosos. Era necesario hacer listas de los jefes de las casas, de los jefes de familia en cada una de esas casas y de los respectivos miembros de cada grupo.
El nombramiento del señor Summers como oficial de la Lotería fue hecho por el administrador de correos. La gente recuerda que tiempo atrás se hacía un tipo de recital o ceremonia, dirigido por el oficial de la Lotería, en el cual se entonaba mecánicamente y a la ligera un sonsonete. Algunos creían que cuando el oficial hablaba o cantaba, tenía que pararse adoptando una pose especial; otros, que debía caminar entre la gente; pero con el pasar de los años, esta parte se suprimió por acuerdo general. Había también una forma de saludo que el oficial tenía que hacer al momento en que las personas se acercaban a la caja para tomar su papeleta. Pero el saludo también había sido suprimido de la forma anterior; ahora sólo era necesario que el oficial cruzara unas cuantas palabras con cada aldeano, y en esto el actual oficial era muy bueno. Con su camisa blanca y pantalón azul, el señor Summers se veía muy correcto con la mano apoyada en la caja mientras sostenía una interminable conversación con el señor Graves y los Martin.
Al instante que terminó de hablar y se volteó para ver a la audiencia, vio que por el camino que daba a la plaza llegaba la señora Hutchinson con el suéter en los hombros; tratando de pasar inadvertida, se situó en la parte de atrás del grupo.
—Te juro que se me olvidó qué día era hoy —dijo dirigiéndose a la señora Delacroix, quien estaba a su lado, y ambas se rieron quedito, tratando de no hacer ruido. —Pensé que mi viejo estaba allá atrás acomodando leña, pero vi por la ventana que los chamacos no estaban y entonces recordé que hoy era veintisiete y vine corriendo. —Se empezó a secar las manos con su delantal, entonces la señora Delacroix le respondió—: Como sea, llegaste a tiempo. Todavía están allá, hablando.
La señora Hutchinson estiró el cuello para ver a través de la multitud y distinguió a su esposo y a sus niños parados al frente. Le dio unos golpecitos en los brazos a la señora Delacroix como señal de despedida y se abrió paso entre los presentes. Todos se hacían a un lado para dejarla avanzar, dos o tres gritaron lo suficientemente fuerte para que fueran oídos por los demás:
—¡Ya viene tu doña, Hutchinson! —y— ¡Bill, por fin llegó! En ese instante se reunió con su esposo y el señor Summers, quien animadamente le comentó: —Pensé que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
—Ésta, sonriendo irónicamente, le contestó—: No me ibas a permitir que dejara los trastes sucios, ¿a qué no, Joe? —Una risa suave se dejó oír entre los concurrentes al mismo tiempo que se volvían a acomodar.
—Bueno… ahora —profirió el señor Summers con expresión serena—no nos queda otra que empezar esto para terminar lo más pronto posible y que podamos regresar al trabajo. ¿Falta alguien?
—Dunbar —dijeron todos—. Dunbar, Dunbar.
El señor Summers consultó su lista. —Clyde Dunbar.
Es cierto, se quebró la pierna ¿verdad? ¿Quién va a sacar por él?
—Creo que yo —le informó una mujer, y el señor Summers se volteó para mirarla y expuso—. La esposa saca por el esposo. ¿No tienes un hijo ya grande que saque por ti, Janey? —cuestionó.
Aunque todos los pueblerinos sabían muy bien las respuestas, era responsabilidad del oficial hacer formalmente estas preguntas. Muy atento y gentil, esperó a que ella respondiera.
—Horace apenas tiene dieciséis; así que creo que este año voy a sacar por el viejo.
—Bien, dijo el señor Summers.
Anotó algo en la lista y preguntó:
—¿Va a participar el joven Watson esta vez?
Un muchacho alto levantó la mano entre la multitud.
—Aquí estoy. Saco número por mi mamá y por mí.
Parpadeó varias veces mientras la gente decía "Es un buen hijo", "Qué bueno que su madre tiene un hombre que la represente".
—Bueno, creo que estamos todos. ¡Ah! ¿Y el viejo Warner?
—Aquí estoy.
El señor Summers asintió, se aclaró la garganta y miró la lista.
Un súbito silencio reinó entre los pobladores.
—¿Listos? Voy a nombrar primero a los jefes de familia, se van acercando a tomar un papel de la caja, lo doblan sin mirarlo y lo sostienen en la mano hasta que todos hayan pasado, ¿está claro?
Los habitantes habían hecho esto tantas veces que sólo escuchaban por escuchar; la mayoría permanecían callados, muchos de ellos se mojaban los labios, pero nadie miraba a su alrededor. El señor Summers levantó una mano y mencionó un nombre:
—Adams... —Un hombre se apartó del grupo y se encaminó hacia la caja.
—Qué tal, Steve...
—Qué hay, Joe...
Los dos se sonrieron nerviosa y solemnemente. El señor Adams se acercó a la caja, sacó una papeleta, la sostuvo de uno de los lados y dándose la vuelta regresó rápido al grupo donde permaneció un poco retirado de su familia sin mirar su mano.
—Allen... Anderson... Bentham…
—Parece como si no pasara el tiempo entre una y otra Lotería —le señaló en la fila de atrás la señora Delacroix a la señora Graves.
—Parece como si la última Lotería hubiera sido la semana pasada.
—El tiempo pasa muy rápido —asintió la señora Graves.
—Clark, Delacroix...
—Allá va mi viejo —indicó la señora Delacroix, quien sostuvo la respiración mientras su esposo pasaba al frente.
—Dunbar....
La señora Dunbar se dirigió tranquila hacia la caja mientras que una de las mujeres decía:
—Vamos, Janey —y otra añadía—: Allá va...
—Vamos nosotros —declaró la señora Graves y miró cómo su esposo, con expresión solemne, rodeaba la caja para saludar al señor Summers y sacar una papeleta.
Los hombres les daban vueltas a las papeletas que tenían en sus grandes manos una y otra vez, nerviosamente.
La señora Dunbar, quien sostenía su papeleta, permanecía junto a sus hijos.
—Harburt... Hutchinson...
—¡Ándale Bill, te toca!... —apuntó Tessie, y los que estaban cerca de ella se rieron.
—Jones...
—Se dice... —el señor Adams se dirigió al abuelo Warner, quien estaba a su lado— que allá, en la aldea del norte, están considerando dejar de hacer la Lotería.
—Bola de bobos —refunfuñó el abuelo—. Nada les parece lo suficientemente bueno a los jóvenes. En vez de progresar, quieren regresar a vivir como salvajes a las cuevas y que nadie vuelva a cultivar más la tierra; me gustaría que trataran de vivir así por un tiempo. Un dicho decía: “Haz la Lotería en junio y tendrás buenas cosechas en julio”. Lo más trascendente de esto es que si no se hiciera, comeríamos estofado de maleza y bellotas. Siempre se ha hecho la Lotería —expresó con petulancia. —Ya tengo suficiente con ver al joven Joe Summers bromeando con todos.
—Algunos pueblos ya han quitado la Lotería. —Enumeró la señora Adams.
—No se acarrearán más que problemas —asentó enérgico el abuelo Warner—. Bola de tontos…
—Martin... —Bobby Martin miró a su papá ir hacia el frente.
—Overdyke... Percy...
—Me gustaría que se apuraran —le manifestó la señora Dunbar a su hijo más grande—. De verdad que me gustaría que se apuraran —insistió.
—Ya casi terminan —observó su hijo.
—Prepárate para ir rápido a decirle a tu papá.
El señor Summers pronunció su propio nombre, caminó hacia la caja y tomó una papeleta. Después llamó al abuelo Warner.
—He estado setenta y siete años en la Lotería —repuso éste, al mismo tiempo que avanzaba entre la muchedumbre—. Setenta y siete veces...
—Watson... —El joven alto se abrió paso torpemente entre los ahí congregados.
Alguien le dijo:
—Tranquilo, no te pongas nervioso, Jack —y el señor Summers lo confortó:
—Tómate tu tiempo, hijo.
—Zanini...
Acto seguido se hizo una larga y silenciosa espera que se prolongó hasta que el señor Summers, levantando el brazo papeleta en mano, les indicó: —Muy bien, compañeros.
—Todos se quedaron quietos por un momento y después comenzaron a desdoblar sus papeletas.
De repente, todas las mujeres empezaron a hablar al mismo tiempo diciendo: —¿Quién es? ¿Quién? ¿Los Dunbar? ¿Los Watson? —enseguida se escucharon varias voces:
—Son los Hutchinsons. Es Bill, Bill Hutchinson.
—Corre a decirle a tu papá —le exclamó la señora Dunbar a su hijo mayor.
La gente empezó a buscar con la mirada a los Hutchinsons. Bill, parado donde estaba, observaba en silencio la mano donde tenía la papeleta.
Tessie le alegó al señor Summers: —¡No le diste el suficiente tiempo para tomar la papeleta que él quería, yo lo vi, no es justo!
—Sé una buena perdedora, Tessie —profirió la señora Delacroix.
La señora Graves añadió—: Cada uno de nosotros corre el mismo riesgo.
—Cállate, Tessie —le ordenó el señor Hutchinson.
Creo que... —apuntó el señor Summers— hasta ahora vamos bien, así que hay que apurarse para terminar a tiempo. Consultó su siguiente lista y especificó:
—Bill, tú sacas por tu familia. ¿Tienes más familiares —preguntó.
—¡Están Don y Eva! —exclamó la señora Hutchinson—. ¡Hazlos que saquen también!
—Las hijas sacan con las familias de sus esposos —repuso en tono amable el señor Summers. Lo sabes muy bien.
—No fue justo —insistió Tessie.
—Creo que no tengo más familiares que participen con nosotros, Joe —recalcó Bill muy conmovido. Mi hija saca con la familia de su esposo, eso es lo único bueno. No quedan más que mis niños.
—Muy bien, Bill, tú eres al mismo tiempo el jefe de tu casa y de tu familia; por lo tanto, tú eres el que saca por ellos, ¿no es así? —interrogó el señor Summers.
—Así es —acordó Bill.
—¿Cuántos hijos tienes contigo? —continuó Summers.
—Tres: Bill junior, Nancy y el pequeño David. Y Tessie y yo.
—Bien. Harry, ¿ya te regresaron las papeletas?
El señor Graves asintió con la cabeza y le mostró las papeletas al oficial.
—Ponlas en la caja —ordenó éste—Pon también la de Bill.
Creo que deberíamos volver a empezar— balbuceó Tessie lo más tranquila que pudo—. Te dije que no era era justo. No le diste tiempo suficiente para escoger. Todo mundo lo vio.
El señor Graves tomó las cinco papeletas y las puso en la caja, tiró el resto al suelo; el viento las levantó alejándolas del lugar.
—¡Escuchen todos! —se dirigió Tessie a los que estaban a su alrededor.
—¿Listo, Bill? —preguntó el señor Summers, y Bill, después de lanzar una mirada rápida a su esposa y a sus hijos, asintió con la cabeza.
—Guarden la papeleta doblada sin mirarla hasta que cada uno haya pasado. Harry, ayúdale al pequeño Dave —el señor Graves tomó la mano del niño, quien de buena gana se dejó conducir hasta la caja.
—Saca una papeleta de la caja, Dave —indicó el señor Summers. El pequeñito sonreía al momento de poner una mano en la caja—. Toma una solamente, repitió el señor Summers.
—Harry, sostenla.
El señor Graves le quitó al pequeño Dave la papeleta de su puñito cerrado, mientras que el niño lo miraba interrogante.
—Nancy es la siguiente —apuntó el señor Summers.
Nancy tenía doce años, sus amigos de la escuela respiraron hondo cuando se acercó a la caja zigzagueando con timidez su falda y tomó delicadamente una papeleta de la caja.
—Bill junior... —Nombró el señor Summers, y el sonrosado Bill de pies grandes casi tira la caja al momento de tomar la papeleta.
—Tessie —mencionó el señor Summers. Tessie titubeó por un instante mirando a su alrededor de manera desafiante, después apretó los labios y fue directo hacia la caja, agarró bruscamente una papeleta y la escondió atrás de ella.
—Bill... —señaló el señor Summers, y Bill se acercó a la caja, la acarició, metió la mano y buscó dentro de ella, finalmente sacó una papeleta.
La gente guardaba silencio, de repente una muchacha susurró:
—Espero que no sea Nancy —y el mismo susurro se dejó oír por todos lados.
—No es como solía hacerse antes —pronunció terminante el abuelo Warner—. La gente ya no es como era antes.
—Muy bien... —instruyó el señor Summers—. Abran las papeletas. Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló la papeleta, se la mostró a los presentes, y en ese momento todos respiraron aliviados al ver que estaba en blanco. Nancy y Bill chico abrieron las de ellos al mismo tiempo tiempo y con una sonrisa radiante se voltearon con sus papeletas en alto.
—Tessie...
Hubo una pausa... después el señor Summers miró a Bill, quien desdobló su papeleta y levantó la mano para que la gente la viera.
También ésta estaba en blanco.
—Es Tessie —anunció en voz baja el señor Summers.
—Muéstranos su papel, Bill. —Éste fue hacia su esposa y forzó su mano para quitarle la papeleta, la cual efectivamente tenía una mancha negra que el señor Summers había hecho la noche anterior con un lápiz de punto grueso, en la compañía de carbón. Bill se la enseñó a la multitud, inmediatamente se escuchó un ¡ah! entre la gente.
—Muy bien, compañeros —informó el señor Summers—, vamos a darnos prisa, para terminar con esto de una buena vez.
Aunque los pobladores habían olvidado el ritual y también habían perdido la caja original, todavía recordaban cómo usar las piedras. Las pilas de piedra, que los niños acumularon no hacía mucho, ya estaban listas. Había piedras en el suelo, entre papeletas que el viento tiraba. La señora Delacroix agarró una piedra tan grande que tuvo que sostenerla con ambas manos y se volteó hacia la señora Dunbar para decirle:
—Vamos, apúrate.
La señora Dunbar con piedras pequeñas en las manos, expresó sofocada:
—No puedo correr, adelántate, yo te alcanzo después.
Los niños ya tenían sus piedras, alguien le dio al pequeño Dave algunas piedritas. Cuando los pobladores se abalanzaron sobre Tessie, ésta ya se encontraba desesperada en el centro de un área despejada con los brazos extendidos en señal de impotencia.
—¡No es justo! —exclamó. Una piedra le dio en la cabeza. El abuelo Warner manifestó: —Vamos, vamos todos.
Steve Adams y la señora Graves, quien estaba a su lado, se encontraban en la parte de enfrente de los ahí reunidos.
—¡No es justo, no estoy de acuerdo! —gritó Tessie Hutchinson, y todos se abalanzaron sobre ella.