Son coeur est un luth suspendu;
Sitôt qu' on le touche, il résonne.
-De Béranger
Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se
cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región
singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche,
me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la
primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de
insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos
sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu
aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el
escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las
paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos,
y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo
únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio,
la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo.
Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable
tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma
alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me
desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no
podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor
mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria
conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos
objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este
poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro
alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los
elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para
modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de
acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque
negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con
un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada
e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías
ventanas como ojos.
En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas.
Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de
adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último
encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del
país -una carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no
admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba
agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un
desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor
y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a
la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía
esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar
y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un
requerimiento singularísimo.
Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía
de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin
embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos
inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo
largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas y
manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas, aunque
discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las
bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía
también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable,
no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que
toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con
insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia,
pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la
propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la posible
influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido
sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la
consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el
nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de
fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa
Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la
familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil -el de mirar
en el estanque- había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de
que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición -pues, ¿por qué no
he de darle este nombre?- servía especialmente para acelerar su crecimiento
mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que
tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando
de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en
mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la
menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi
imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda
la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad,
una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles
marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente
y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.
Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño, examiné más de
cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una
excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos
hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una
fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma
de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber
una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la
disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de
ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada,
sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina
general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un
observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que,
extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared
abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque.
Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa.
Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del
vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a
través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo.
Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos
sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los
relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro
de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso-
eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la
infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me
asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales
provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La
expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad.
El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.
La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas,
estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que
resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz
carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para
diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo,
luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los
huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes.
El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos
libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna
vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de
dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.
A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo
era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de
cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una
mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y,
durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en
parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta
entonces había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como
Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe
que tenía ante mí, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter
de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes,
líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos,
pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo
hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el
mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta
de energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos
rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía
difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas
facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de
la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo
milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me
aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su
desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro, me
era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con
idea alguna de simple humanidad.
En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia,
inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y
fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación
nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no
menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las
conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus
gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión
trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de
concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa
pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede
observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los
periodos de mayor excitación.
Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del
solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la
naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y
desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de
inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de
sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me
desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo
general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos; apenas
soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta
textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más
débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de
instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. "Moriré
-dijo-, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otro modo me
perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados.
Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda
actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea
por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta lamentable
condición, siento que tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar
vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo."
Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y
ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por
ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde,
durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones relativas
a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado
sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la
simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su espíritu,
decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los
muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se miraban
había producido, a la larga, en la moral de su existencia.
Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más
natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la
cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una
hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su último y
solo pariente sobre la tierra. "Su muerte -decía con una amargura que nunca
podré olvidar- hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el último de la
antigua raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba)
pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia,
desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin
embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me
oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin
una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el
semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y sólo
pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos
descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.
La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho
tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual
de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente
cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con
firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la
tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano
con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la
breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última
para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.
En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y
durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la
melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un
sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida
que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más
recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo intento
de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente,
se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una
incesante irradiación de tinieblas.
Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a
solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de
dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los
cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza,
arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados
cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo
dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del
extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su
laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me
causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa;
de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil
mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los
límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la
desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal
pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las
circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que
el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable
espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las
fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.
Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con
tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de
una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el
interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes
bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos
accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba
a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna
saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier
otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola
de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y
espectral.
He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable
al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de
cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la
guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de
sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de
sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las palabras de
sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones
verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso recogimiento y
concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables sólo
en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las
palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza
cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí
percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su
encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio
encantado, decían poco más o menos así:
- En el más verde de los valles
- que habitan ángeles benéficos,
- erguíase un palacio lleno
- de majestad y hermosura.
- ¡Dominio del rey Pensamiento,
- allí se alzaba!
- Y nunca un serafín batió sus alas
- sobre cosa tan bella.
-
- Amarillos pendones, sobre el techo
- flotaban, áureos y gloriosos
- (todo eso fue hace mucho,
- en los más viejos tiempos);
- y con la brisa que jugaba
- en tan gozosos días,
- por las almenas se expandía
- una fragancia alada.
-
- Y los que erraban en el valle,
- por dos ventanas luminosas
- a los espíritus veían
- danzar al ritmo de laúdes,
- en torno al trono donde
- (¡porfirogéneto!)
- envuelto en merecida pompa,
- sentábase el señor del reino.
-
- Y de rubíes y de perlas
- era la puerta del palacio,
- de donde como un río fluían,
- fluían centelleando,
- los Ecos, de gentil tarea:
- la de cantar con altas voces
- el genio y el ingenio
- de su rey soberano.
-
- Mas criaturas malignas invadieron,
- vestidas de tristeza, aquel dominio.
- (¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
- nacerá otra alborada!)
- Y en torno del palacio, la hermosura
- que antaño florecía entre rubores,
- es sólo una olvidada historia
- sepulta en viejos tiempos.
-
- Y los viajeros, desde el valle,
- por las ventanas ahora rojas,
- ven vastas formas que se mueven
- en fantasmales discordancias,
- mientras, cual espectral torrente,
- por la pálida puerta
- sale una horrenda multitud que ríe...
- pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una
corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono,
no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la
obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de
todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido
un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo
inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente
abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he
insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones
de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de
colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por
los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero,
sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en
las quietas aguas del estanque. Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad-
podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura
condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El
resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible
influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia,
haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones
no necesitan comentario, y no haré ninguno.
Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte
de la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede suponerse, en
estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales
como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo;
Del cielo
y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg;
la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la
distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro
favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del
dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos
sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero
encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso
libro gótico en cuarto -el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliæ
Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.
No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable
influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente
que Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar
su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las
numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar
esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano había
llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito de la
enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte
de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de
negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara
en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo
que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.
A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura
temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de
descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las
antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad
para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba
a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi
dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el
siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora
o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior
del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente
revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección
semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido
agudo, insólito.
Una vez depositada la fúnebre carga sobre los
caballetes, en aquella región
de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta
del
ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre
el
hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher,
adivinando
quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe
que la
muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre
simpatías
casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho
en la
muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a
Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es
frecuente
en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la
ironía de
un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida,
que es
tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos
y,
asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los
aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.
Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio
visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras
habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes.
Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La
palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más
espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El
tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el
colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad,
pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que
luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio,
me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la
locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de
profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de
extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi
alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias
de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.
Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u
octavo día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde,
experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño
no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar
la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo
que sentía, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de
la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de
una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre
los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero
mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo
gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo,
el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me
incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa
oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó
una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en
las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por
un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí
aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de
la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la
habitación de un extremo al otro.
Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua
atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después
llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante
tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos
una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su
actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que había
soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio.
-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su
alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo
esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la
abrió de par en par a la tormenta.
La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del
suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa,
extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino
desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos
cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan
bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la
viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con
otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo,
y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se
veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes
masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban,
resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa
y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba.
-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome, mientras con suave
violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento-. Estos
espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños,
o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos
esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de
tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta
noche terrible.
El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning;
pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio,
pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a
la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía
a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento
agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los
trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la exageración de
la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña
y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la
historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.
Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el
héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en
la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las
palabras del relator son las siguientes:
"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido,
además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de
parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y
maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de
la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en
las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia
sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y
hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma."
Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento
me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada
imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la
mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta
similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de
rotura, de destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la
coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores
de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el
sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o
distraerme. Continué el relato:
"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y
sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio,
un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en
guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un
escudo de bronce reluciente con esta leyenda:
Quien entre aquí, conquistador será;
Quien mate al dragón, el escudo ganará.
"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus
pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y además tan
penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no
escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta entonces."
Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento
asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado
realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un
grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero
áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al
extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.
Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y
más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las
cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo,
suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la
sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido
los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos
una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a
mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando
hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus
facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo
inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido
por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El
movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a
otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir
rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así:
"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se
acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de
su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta
donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino
que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor."
Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando -como si realmente
un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un
pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque
en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un
salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al
sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su
persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte
estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y
vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no
advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el
horrible significado de sus palabras:
-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo...
muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah,
compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a
hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos?
Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd.
Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y
ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de
muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd
al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas
dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde
huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he
oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su
corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas
palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE
ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!
Como si la sobrehumana energía de su voz
tuviera la fuerza de un sortilegio,
los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente,
en ese
momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta
ráfaga, pero
allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de
Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba
lucha en
cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció
temblorosa,
tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó
pesadamente
hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía
final lo
arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.
De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta
en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en
el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan
insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El
resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a
través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado
del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó
rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite
irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los
poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil
torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío,
silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.