viernes, 5 de abril de 2013

Pere Calders - Invasión sutil

En el Hostal Punta Marina, de Tossa, conocí a un japonés desconcertante, que no se parecía en ningún aspecto a la idea que yo tenía formada de esa clase de orientales.

A la hora de cenar, se sentó en mi mesa, después de pedirme permiso sin apenas ceremonias. Me llamó la atención el hecho de que no tenía los ojos oblicuos ni la piel amarillenta. Por el contrario: en cuestión de color tiraba a mejillas sonrosadas y a pelo rubio.

Yo tenía curiosidad por ver qué platos pediría. Confieso que se trataba de una actitud pueril, con la esperanza de que encargase platos poco corrientes o combinaciones exóticas. El caso es que me sorprendió que se hiciera servir ensalada —“con mucha cebolla”, dijo—, callos, mollejas a la brasa y almendras tostadas. Para terminar, café, una copa de coñac y una breva.

Me había imaginado que el japonés comería con una pulcritud exagerada, irritante incluso, pinchando los alimentos como si de delicadas piezas de relojería se tratara. Pero no fue así en absoluto: el hombre manejaba el cuchillo y tenedor con una gran destreza, y masticaba con la boca llena sin complicaciones estéticas. A mí, de verdad, me echaba por tierra todas mis hipótesis previas.

Por otra parte, hablaba catalán como cualquiera de nosotros, sin una sombra de acento extranjero. Eso no resultaba tan extraño, si se considera que esta gente es muy estudiosa y lista en grado sumo. Pero a mí me hacía sentir inferior, porque no sé ni una pizca de japonés. Es curioso constatar que el toque extranjero a la entrevista lo ponía yo, al condicionar toda mi actuación —gestos, palabras, inicios de conversaciones—, al hecho de que mi interlocutor era japonés. Él, en cambio, se mostraba fresco como una rosa.

Creía yo que aquel hombre debía de ser representante o vendedor de aparatos fotográficos, o de transistores. Quizás de perlas cultivadas... Probé todos aquellos temas y él los fue negando con un amplio movimiento del brazo. “Vendo santos de Olot”, dijo. “¿Aún hay mercado?", le pregunté. Y me dijo que sí, que iba de capa caída pero que él se defendía. Hacía la zona sur de la Península, y afirmó que, nada más tenía un descanso o venían dos fiestas seguidas, a casa de vuelta sin pensarlo...

—¡Como en casa nada! —insistió con un aire de satisfacción.
—¿Vive Vd. en nuestro país?
—¿Y esa pregunta? ¿Dónde quiere que viva?

Sí, está claro, son trotamundos y se logran meter por todos los sitios. Me lo volví a mirar y juro que ningún detalle, ni en la ropa ni en la figura, delataba su procedencia japonesa. Incluso llevaba un escudo del Fútbol Club Barcelona en la solapa.

En resumidas cuentas, todo resultaba muy sospechoso, y la cabeza me daba vueltas. Mi mujer se había hecho servir la cena en la habitación, porque no se encontraba muy católica; le conté la aventura, adornando el relato con mis aprensiones: en el mejor de los casos, se trataba de un espía.

3 comentarios:

  1. Muy corto, final abierto y solo describe a un japonés. Es así o no lo he entendido.

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  2. Creo que falta un trozo. No acaba así en la versión original en catalán.
    Saludos

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